lunes, 12 de enero de 2009

Un episodio cotidiano

Yo había ido al ambulatorio médico para hacer una gestión rápida, que nunca son tan rápidas como se desean. Afortunadamente, no suelo visitar ese lugar. Cuando me iba, cerca de la puerta, lo vi: su cuerpo enorme estaba materialmente doblado en dos, para que su cara quedara a la altura de la de su minúsculo hijo, que comenzaba a andar. Medía entre 1,85 y 1,90 y pesaba alrededor de cien kilos o acaso más, repartidos atléticamente por su cuerpo.
Este corpachón suyo, sin embargo, inducía a engaño, puesto que cuando yo hablaba con él y le miraba a los ojos, parecía tambalearse y buscaba un punto de apoyo al que agarrarse. Pero un día lo vi en la calle, discutiendo con otro, por algo relacionado con el tránsito motorizado. Por lo visto, tenía la razón, y ya he hablado antes de su cuerpo atlético, así que el binomio razón más fuerza le otorgaba una seguridad absoluta en sí mismo, por lo que su antagonista no tuvo más opción que darse por vencido de inmediato.
Su esposa también era de gran talla física. Su cara era de un estilo similar al del de Ingrid Bergman, pero más vulgar, sin su fuerza expresiva, y también sin su perfección. Cuando lograba seguir un régimen durante unos cuantos días seguidos, su cuerpo se volvía muy apetecible, lleno de sugerentes curvas. El problema consistía en que no le costaba nada ganar diez o quince kilos.
De modo que allí estaba él, con las rodillas rectas, llegando hasta el suelo con las manos sin esfuerzo, haciéndole carantoñas a su hijo, ajeno a las personas que se encaminaban hacia la puerta para salir o que acababan de entrar. Yo me había detenido para saludarle, esperando que al notar una presencia cercana levantara la vista, pero para él no parecía existir el mundo, no se percataba de nada, así es que opté por seguir mi camino sin más.
Me fui pensando en que alguien que se abstrae del mundo de ese modo es porque, evidentemente, no se considera parte de él, no está suficientemente involucrado. Otra cosa es en lo que se refiere al convivir diario, a los negocios en los que se desenvuelve, en los cuales, por tener suficientes conocimientos, se transforma. Y de ahí a la perfectibilidad humana. Una persona no es como un tigre, que al cabo de los años sigue teniendo el mismo afán, idéntico comportamiento. Una persona puede haber meditado mucho, puede haber leído, puede haber dado con algún tipo de pensar que de pronto le proporcione aquello que le faltaba. Es posible que algún día este hombre logre comportarse siempre con la misma seguridad como la que demostraba en la discusión citada.

1 comentario:

Mª Jesús Díaz, mamá de Chusi dijo...

Me dejas pensando con lo del tigre, querido Vicente, el bello animal cuya naturaleza le ha dotado de tanta perfección, tan bien adaptado a su medio..
Si tuviera raciocinio suficiente como para aspirar a vivir de otro modo a como vive cada día quizás elegiría abstraerse.