domingo, 3 de enero de 2010

Camino de cabras

En estos últimos tiempos he ido a cierto lugar de Valencia. Durante el recorrido, casi al final, cruzo una calle. En esa calle, al fondo, hay una finca en la que vive un conocido mío. Ese conocido mío me hace evocar su pueblo. En ese pueblo yo pasaba breves periodos en mi infancia. Cuando estaba allí solía tomar un botijo e ir por agua a la fuente. Iba, las más de las veces, por un camino de cabras, por detrás del pueblo. En cambio, el regreso lo hacía por la calle principal, quizá para que me parara la gente y me pidiera agua fresca. ¡Cuántos sueños míos guarda ese camino de cabras! ¡Cuánta poesía tiene para mí!
El conocido que me hace evocar tantas cosas es muy culto, pero no creo que le guste la poesía. Como mucho, la de Xavier Casp y eso cuando estaba vivo. ¡Ah!, la cultura entendida como medio para el medro. En este caso, se puede entender la poesía, explicarla y diseccionarla, pero probablemente no llegue el interesado a estremecerse ante un pasaje, ni pueda atravesarle el alma un verso.
Para un profesor de filosofía valenciano tener cultura consistía en acumular conocimientos. Le gustaba debatir y derrotar a sus oponentes y que el gesto de la derrota se reflejara en sus rostros. Si su interlocutor encontraba el modo de rebatirle y, por tanto, no encontraba el modo de vencerle, entonces tenía una inteligencia diabólica. Para él, el bien era vencer. También gustaba de jugar al ajedrez, y planificaba sus ataques y sus estrategias, que incluían un buen número de citas eruditas, con las que solía abrumar. El mal era no ganar. Por tanto, si no ganaba a alguien es porque era el diablo o un protegido suyo.
Pero la vida a lo mejor es más sencilla, tanto como un camino de cabras.

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