sábado, 8 de febrero de 2014

¿Quién no tiene un amigo K?

Tengo un puñado de amigos “kirchneristas” que encima son mis mejores amigos. Ellos prefieren no registrarse, pero son los mismos a los que llamábamos psicobolches o psicoprogres. Yo los llamo fascioprogresistas a la criolla. En las elecciones legislativas de octubre del 2013 votaron –por pudor estético- a una agrupación minoritaria de centro izquierda no tradicional, pero yo sé que sufrieron con mucho dolor la derrota del kirchnerismo. Continuaré hablando de ellos pero en singular, como si de todos hiciera uno, como quien habla de la hoja de manera universal para referirse a todas las hojas.
Mi amigo niega su condición de adicto al kirchnerismo como el alcohólico niega su alcoholismo, y somos amigos simplemente porque nos queremos mucho, más allá de cualquier idea pasajera. Sin embargo los dos hemos sido poco inteligentes, y sobre todo yo: hemos dejado que la política nos separe. Por suerte, el amor de amigos es un amor que nace del alma, y no del lugar superficial en donde anidan las ideologías.
Hasta hace unos diez años solíamos hablar de política, coincidiendo a veces, pero siempre entendiendo que el disenso nos enriquecía a ambos. Estas charlas ya las teníamos desde la más cándida adolescencia en el 78 en plena dictadura militar, en el patio centenario del Colegio Nacional. Mi amigo me enseñó –por ejemplo- que había muertos y desaparecidos, algo que a mí me resultaba totalmente fantasioso. El me sacó la venda que tapaba mis ojos y él me hizo comprender que nadie debe ser sacado de su casa y ser condenado sin juicio previo, que el Estado no puede ejercer el terror sobre ninguna persona ni sobre ningún grupo de personas; me enseñó que los militares argentinos de entonces hicieron algo parecido a lo que hicieron los fascismos europeos de mediados del siglo XX y Stalin en la URSS. Con el tiempo supimos que fue también algo parecido a lo que hizo Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba después de la Revolución, en la masacre de la fortaleza La Cabaña, entre otras violaciones a los derechos humanos. Creo que él también aprendió algunas cosas de mí, que no tiene sentido mencionar ahora. Los dos leíamos los mismos libros, nos embriagábamos con Nietzsche sin entenderle un ápice y divagábamos por la literatura hispanoamericana con placer. Sospechábamos que el bien y el mal que conocíamos hasta entonces, eran por lo menos, categorías arbitrarias. Ya en el regreso a la democracia, a él lo sedujo Alfonsín y a mí Manrique. Parecía que nos distanciábamos, pero no fue así porque ambos sabíamos que en el fondo no había demasiadas diferencias entre los dos líderes, a tal punto que Manrique terminó siendo diputado en las listas del radicalismo en el año 87, cargo que no quiso ocupar por padecer una enfermedad terminal. Aún con sus defectos, no tengo dudas: aquellos políticos eran más honestos y mejor preparados que los que vinieron después. Pero sigamos, que la nostalgia no ensucie mi relato, porque conviene que el mundo sea visto hacia delante.
Algo nos pasó en estos últimos diez años. Yo tengo pocas ganas de verlo y ya no quiero escucharlo, pero tampoco quiero ofenderlo con alguna diatriba mía hacia el gobierno actual de sus amores. Es que cada vez nos entendemos menos: somos como esos matrimonios viejos que sólo tienen en común a los hijos y el recuerdo de haberse amado, con la diferencia que en este caso, con mi amigo, nos seguimos amando. Cuando yo le insinúo que los planes sociales son recetas demagógicas él me habla de la distribución del ingreso, cuando le digo que están arriesgando el sistema republicano, que la división de poderes va desapareciendo, o que el poder judicial es subalterno del ejecutivo, y que la mayoría en el Congreso vota con el sí de los esclavos, él me dice que la genética natural del poder es siempre crecer más, y que no está mal que todos los poderes apoyen al unísono un proyecto popular; cuando le expreso que no es bueno que los presidentes y funcionarios nos roben, cuando le hablo de corrupción, él me lo minimiza todo y me dice que es una consecuencia más de la riqueza alcanzada en estos años, que todos los gobiernos han sido corruptos a lo largo de la historia; cuando le digo que los medios de comunicación del Estado no deberían denostar permanentemente a los opositores con la plata de todos, me dice que el gobierno tiene que tener a alguien que lo defienda frente al enorme peso de los medios monopólicos; cuando le digo que no fueron 30 mil los desaparecidos sino 12 mil, me dice que en esa cuenta se incluyen los que no se animaron a hacer las denuncias; cuando le pido que vea el gasto fiscal exorbitante, me dice que eso promueve el consumo interno, motor de la economía; cuando le pregunto si está de acuerdo con las persecuciones ideológicas que se producen en las universidades del Estado por parte de autoridades, profesores e incluso de algunos Centros de Estudiantes contra quienes solo piensan diferente, me dice que seguramente son casos aislados y que para nada los justifica; cuando le digo que modificar la constitución para eternizarse en el poder era una mala idea, me dice que siempre hay que respetar la voluntad popular, sea la que sea. Si le hablo de inflación o de devaluación él me habla de la conspiración de los bancos y de Shell y me enrostra la última década como la mejor época que vivió la Argentina. A mi amigo “K” le encantan las estadísticas, y cuando le digo que las del INDEC no son creíbles él me dice que las de Clarín, Nación y Perfil tampoco.
Ya ven, con mi amigo “K” ya no puedo hablar de política. Ahora cuando nos juntamos, con un gesto de respeto mutuo y de autocensura, sólo hablamos del pasado, de las minas que nos gustaban o de alguna comida con muchas calorías; nos preguntamos de manera recíproca si necesitamos algo y nos decimos repetidas veces lo mucho que nos queremos mientras nos abrazamos con efusividad. Pero ya no citamos a Unamuno, ni a Freud ni a Vargas Llosa o a García Márquez, no comentamos “El llamado salvaje” de Jack London, ni “El lenguaje analítico de John Wilkins” de Borges, no sea cosa que en la cita se nos filtre algún pensamiento que se insinúe como ideológico y echemos así a perder una reunión de amigos. El tiene un claro temor: que yo no entienda que el mundo debe redistribuir mejor la riqueza; a mi amigo le da pena que yo naufrague en el barro de los conceptos del liberalismo decimonónico. Por mi parte, un claro temor acecha mi espíritu: que por las rendijas del alma de mi amigo “K” se vayan enhebrando como quistes en metástasis, las pasiones que animan su pensamiento, para terminar mirando la vida, la realidad –y la amistad- con los ojos del sectario o del fanático religioso.
Estoy esperando que se vaya este gobierno, ya no porque me importe tanto mi país, sino por un motivo mucho más egoísta: yo quiero volver a juntarme con mi amigo.
Francisco Javier Guardiola

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